El artillero de la Alhambra


(Quinta novela de Francisco Javier Martín Franco)

Presentación

La ciudadela y, sobre todo, los palacios reales de la Alhambra son un monumento de estructura y consistencia frágiles; por tanto, de una muy esencial y necesaria conservación. Muchos de sus materiales (yesos, maderas, tejas -incluso los tapiales que conforman sus murallas) son de naturaleza inconsistente, dables al deterioro de los rigores del clima y otras inclemencias, las cuales asolarían partes insustituibles del monumento en no demasiados años, si se olvidara su constante mantenimiento. Pero eso sí, son materiales moldeables e idóneos para imprimir sobre ellos el arte geométrico y temporal de los andalusíes, cuyo último exponente fue el arte granadino de la dinastía nazarita.

El conjunto monumental de la ALHAMBRA pasó largos periodos, digamos que de semi-olvido (demasiados para un monumento de tal fragilidad) y, para colmo, a lo largo de los siglos sufrió además otros contingentes de auténtico peligro: como fueron dos importantes incendios y más de un terremoto…

Sin embargo, en septiembre de 1812, sucedió quizá el momento más comprometido de todos sus siglos de vida, el que más puso en peligro la integridad como monumento de la Alhambra. Sus torres, baluartes y parte de sus palacios reales, se vieron amenazas con toneladas de dinamita, dispuestas en minas explosivas por orden de los mandos franceses, cuyo ejército abandonaba la ciudad de Granada (y pronto toda Andalucía) después de casi dos años de ocupación.

El artillero de la Alhambra, no es otro que José García, cabo de inválidos del destacamento de la Alcazaba; el cual, en un acto de intuición y acción heroica, arriesgó su vida por evitar la catástrofe (así lo expresa la placa de bronce puesta en la plaza de los aljibes, a la entrada de la Alcazaba). El héroe emerge del hombre común, acomete su acción sin importarle el riesgo, sin apego a la vida y, acaso, sin saber que su individual acto va a legar a toda la posteridad un espacio artístico único en su estilo, con toda seguridad, una de las maravillas del mundo…

Zoraida, sobrina e hija adoptiva de los conserjes de la Alhambra, hermosa y audaz muchacha, tiene entregada la llave de su corazón (una llave como la que aparece grabada en la clave de la Puerta de la Justicia de la Alhambra) a su novio Miguel (Arcángel, para los compañeros de partida), un joven y bravo granadino que, como tantos otros en esos tiempos de lucha, habiendo salvado la vida y la libertad, en la última gran batalla perdida contra las tropas invasoras, pasó enseguida del ejército a la guerrilla. En este caso a la partida del aguerrido alcalde de Otívar: Juan Fernández, el Tío Caridad.  

Zoraida, además de ser esa bella y enérgica muchacha, atreviéndome a usar si cabe, un lenguaje alegórico, no sería sino el símbolo del pueblo, la mujer engendradora de la historia, España misma en el maternal y doloroso alumbramiento de su redención.

Pero Zoraida es también el objeto de la lujuria del general francés al mando en Granada, Horacio Sebastiani (el general Cupido), conquistador de tierras para el Imperio de Napoleón y (como lo afirman los corros palaciegos parisinos, de donde le viene el apodo) también de damas, mejor si la más pura y hermosa, para su personal y exigente deseo.

Dos hombres en duelo (Arcangel y Sebastiani) y en medio de esa lucha, la bella Zoraida; un inválido enamorado y heroico; un jesuita clandestino (Don Eugenio, alquimista del hispano mejunje) y una España en guerra contra el francés y contra su vieja estructura; contra sí misma (antiguos absolutistas versus nuevos liberales); aunque el imperio de la revolución francesa haya de convertirse entonces en el enemigo común, paréntesis del conflicto que se desatará poco tiempo después entre esos dos bandos coterráneos enfrentados.

Como una extraña transmutación alquímica, de esa España ensangrentada, ennegrecida y enfrentada, surgirá la piedra angular del nuevo estado, un estado que desafortunadamente, como casi todos, resollaba con escaso espíritu, puestas las esperanzas en un ideario liberal y constitucional que pugnaba por vencer, y no solo en la calle, al soberano poder del antiguo régimen; sin embargo, esta sería otra historia y, no sé si también otra novela.

Con todo, El artillero de la Alhambra puede tener muchas lecturas:

Tal vez parezca una novela histórica de género, donde se narran aventuras y batallas, donde aparecen el héroe y el villano (tanto en un bando como en otro, pues en ambos de todo había) siempre en su eterna lucha por la justicia.

También es un relato muy granadino, con tintes costumbristas y naturalistas, donde sale el paisaje y el paisanaje; la pequeña sociedad católica de aquella época (una nobleza rancia y un pueblo humilde y superviviente) y asimismo la calles, las plazas y rincones de una Granada inexistente pero siempre real.

Puede leerse asimismo como un folletín decimonónico de amores frustrados, de forzadas doncelleces, de envidias, de otras maldades… Y, por supuesto, del inevitable embarazo.

También pueden leerse en ella líneas de la novela fantástica, donde el fantasma de la historia (el Gran capitán) desafía al general francés del momento (con la ballesta, arma del diablo, o con el anillo de la mismísima Juana de Arco. O donde, inapelable, actúa la justicia kármina de seres mágicos e invisibles, o de otros de carne y hueso, como los gatos amaestrados del viejo Tembleque…

Sea cual sea la lectura o las lecturas con que sintonice el lector que se aventure en esta novela, esperamos que sean gratas y que dejen acaso alguna que otra imagen para el recuerdo o la reflexión.

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Miel de Celindas


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A la querida niña rubia perdida en las hojas de mi memoria, junto a la dulce savia del cáliz de las celindas que es para mí atributo del amor y el deseo.

El primer recuerdo de amor que guardo es estar sentado al tranco de un portal deshabitado en un callejón del Albaicín. Puedo apreciar una mezcla de olores: la humedad del abandono, las últimas celindas, higos caídos al suelo pisoteados, orines de gato… Estoy en compañía de una pequeña enfermera rubia que me mira con ojillos de gata mientras rozo la piel desnuda de su nalga con el palo de un sorbete de fresa. Le pongo entre arrobos inyecciones de amor inocente e intercambiamos miel de celindas con saliva y los piojos que en sazón saltan de una cabeza a la otra… Mi hermana mayor nos ha descubierto en el embeleso arrancándome de allí sin más.
Nunca volví a ver a mi gatita rubia. Su familia, inquilina de paso en la casa de vecinos del 17, enfrente justo de mi cancela, se mudó en los días siguientes. Me quedé con la cabeza rapada al uno hediondo de ZZ, ansioso (sin saber exactamente de qué) y con la dulzura en los labios por ese revelado misterio que poseían las niñas.
Los amigos del barrio, diminutos confidentes, me revelaron el secreto del amor y de la vida días después, cuando vimos a una pareja de perros, uno subido sobre el otro entre violentas sacudidas para acabar pegados en sentido contrario. Afirmaban que para tener hijos las personas debíamos hacer las mismas guarradas que los animales.
Enseguida lo comprobamos observando a las moscas gruesas y verdosas que traía un asno llamado Tamajero, con su arriero gitano, subiendo por la cuesta del Cenete: ¡Arrri, Tamajeeero!, entonaba haciendo sonar la vara verde mientras las moscas se detenían en los serones montadas unas sobre otras. También lo advertimos observando a los gatos del Huerto del Carlos, que se acoplaban entre fues y maullidos; o en las palomas que tenía el padre de mi amigo Malín en la terraza, que se pisaban entre continuos zureos y el tufo a gallinaza; o viendo a los conejos que el Lara criaba detrás de la taberna: cuando el macho se aupaba encima de la hembra rebotando de pronto con una rapidez espasmódica y febril…
Yo como entonces era un angelillo de cabellos negros, en mi inocencia me negaba a creer que aquello fuera lo común también entre los humanos. Pero un sábado por la tarde en el Casa de la Lona (una vieja fabrica de textil en ruinas) buscando con dos amigos el tesoro perdido de los moriscos, hallé la fatal evidencia en una de las habitaciones. Dos sombras hacían el perro sobre un jergón de borra, una maullaba nerviosa y la otra gemía broncamente. Cuando las sombras se iluminaron, un hedor a basura y meados me sacudió por dentro y a pesar de que mis amigos se agazaparon para ver mejor la escena, yo salí de aquellas ruinas bastante desilusionado. Ya en el carmen donde vivía, del celindo que teníamos en la entrada, arranque una de sus postreras flores y la olí, luego libé su miel pensando en mi pequeña gata rubia (me rasqué la cabeza en un acto reflejo), en la pequeña pasión que había ardido en mi pecho junto a ella semanas atrás.

Algún tiempo después entendí viendo la tele que había que parecerse a Sandokán para atraer a las féminas y adopté su caminar de tigre por los patios de las primeras escuelas mixtas de la democracia. Pasaba entre niñas con faldas a cuadros y rodillas heridas que saltaban como gacelas a la comba y a la patita coja para empujarle al tejo. Sólo recibía de ellas empujones y tirones de pelo, hasta que descubrí que en la biblioteca eran más sumisas y podías sentarte a su lado rozando sus rodillas lastimadas, hojeando en el silencio de las risas un tebeo de Mortadelo o los Cuatro Fantásticos.
En la quiebra de una gran peña que dominaba la carretera del Tambor, solo, con Granada al fondo bañada en la luz sibilina del ocaso, que sólo alumbraba las cosas claras, con una brizna amarillenta en la mente y un cuerpo crecido entre las manos, volví a hallar el sabor de la miel de celindas, ahora con un trémulo fluido que brotaba blancuzco y viscoso de lo más profundo, mientras invocaba a la chica que se sentaba a mi lado y quiso un día aprender inglés de mis labios. Aquellas prácticas de inglés duraron menos que el efímero placer en la peña y que la leve hinchazón de mis párpados cuando la veía, pues la niña buscó pronto a un pupilo más experimentado que bajaba las escaleras del colegio desde las clases superiores como un verdadero Sandokán.
Entonces me hice monaguillo y toqué las campanas para la misa de seis, encendí los cirios del altar y exhalé moral de incienso por todo el atrio, con la fe en el amor de Cristo y la de poder entrar, junto a otro acólito enamorado, en el Hogar de niñas de San José, donde se repartían besos tras las altas macetas del patio del comedor y pellizcos en los rincones de la sacristía. Aquella fe duró hasta que las monjas nos vetaron la entrada con otros pellizcos y el párroco prescindió de nuestros servicios siendo sustituidos por cristianos menos fogosos.
El tiempo que ahora tenía libre lo empleaba en hacer incursiones en territorios vedados a la inocencia, a la decencia y paseaba, con los ojos como platos, por la calle San Juan de los Reyes, entre los portales del trato y la mirada de las viejas meretrices pintorreadas, que poseían todas la misma apariencia en sus diversas caras.
Allí nunca olía a miel de celindas, sí, a los pastelillos de toronja recién horneados y al incienso que trepaba por los musgos de los muros de un convento colindante, tal vez para recordarle a las magdalenas el aroma del espíritu santo; pero también olía a puros, a cigarrillos Lola y a efluvio de bidé. Decidí por tanto no pasar más por allí y quedarme con las niñas de la plaza Cruz Verde, para jugar al pilla pilla, al reloj o, mejor aún, a las películas de amores.
Un día de verano llegó al barrio una niña nueva y era rubia. Tanto me fijé en ella buscando la lámina perdida de mi pequeña enfermera, que viendo la sonrisa en sus ojos acabé invitándola al cine Pages para ver la película Drácula contra el Hombre Lobo. Allí descubrí que las mujeres son seducidas primero por el oído y luego por el cuello; y que si las estrellas brillan en la mirada de una mujer que te ama, corre acelerada la sangre por el corazón y los besos sólo saben a miel de celindas…

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Ibeyi, Soul electrónico afrocubano


Las hermanas Ibeyi, nueva luz de la música cubana del siglo XXI. 

 

 

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La vista, poema ciego.


Veo veo, ¿qué ves?…

Mis ojos creen que ven…foto0023

la mente sueña despierta que ha visto.

 

Tengo la vista y soy afortunado por ella,

si no la tuviera mi mente tal vez sintiera

las luces que mis ojos ahora ignoran.

 

Veo el viento correr por esa colina

subiéndose a las copas de los árboles.

Veo nubes de lluvia guiñar en siete colores

bajo la cúpula azul del cielo.

Veo el verbo brotar de mis labios muertos,

como suspiro sin aliento, y renacer luego

en el alvéolo del gran espejo.

 

Veo y miro,

soy hombre y respiro el presente perfecto

que la luz me presta.

Gozo de vista y sueño despierto,

de imaginación padezco.

 

Miro el mundo de mis ojos desenfocados,

parte amputada de mi pensamiento,

caos y belleza… luz diamantina del gran orgasmo.

 

El gran sentido nos mantiene alertas,

entornamos la mirada para seguir viendo.

Solos, despertamos oteando las sombras de un día ininterrumpido,

otra mañana luminosa, otra tarde de noviembre que nos hiela

con sus brillos y sus formas.

 

¿Soy feliz dentro del pellejo, responsable de mis huesos,

consecuente con mi sangre? Gota de sangre del mundo viejo.

 

Miro tus ojos y veo en ellos el amor que te tengo;

con la vista puedo masticar tu deseo, comerme tus besos,

sentir juntos la cópula mágica del sueño.

 

Franjamares, noviembre de 2016.

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A moment of Warm (Tiempo de Guerra). Novela de Laurie Lee


A moment of Warm (Tiempo de Guerra)dsc_0059

 Novela de Laurie Lee

He de confesar que tengo una especial debilidad por este escritor británico que se acercó a España en uno de los momentos más cruciales de nuestra historia (también a Almuñécar a la que llamó en sus libros Castillo).

De él he leído varios libros, “Cuando partí una mañana de verano” y “Sidra con Rosie”. En ambos deja clara constancia de su sensibilidad y sus dotes narrativas, pero “A moment of Warm” está siendo un nuevo y apasionante descubrimiento. No sólo porque de nuevo despliega todas sus habilidades como escritor, sino porque se acerca de una manera clara y directa a los terribles acontecimientos que sacudieron España durante el transcurso de la Guerra Civil.

Creo que su aportación más importante es que cuenta sus propias experiencias (lo que dota a la novela de una gran fuerza y autenticidad) y, además, desde un punto de vista imparcial y humano, ya que ni pertenecía a ningún partido político ni era español. Su visión está dotada por tanto de esa objetividad sólo empañada por sus propios sentimientos y sensaciones.

Su gesta fue particular, cruzó solo el Pirineo en el invierno de 1936 con la intención de apoyar al gobierno legítimo de la República y como consecuencia se unió a las Brigadas internacionales. Pero su mirada es en todo momento crítica, expectante, a veces perpleja, muchas otras triste y desolada, en medio siempre de todas las circunstancias, paisajes e historias humanas que giraban en torno a tan dramáticos hechos.

La lectura de “A moment of Warm” no deja indiferente, porque el autor, como espectador, contempla todo cuanto está ocurriendo a su alrededor y lo narra, dejando que sea el lector el que saque sus propias conclusiones.

Sin duda una recomendación literaria con la única pega de que, inexplicablemente, no está traducida al castellano. Aunque puede ser una invitación a practicar nuestro precario inglés ahora que es “casi obligatorio” un título de B1. Por cierto, una pregunta tonta que me hago, siendo el español uno de los idiomas más hablados del mundo, ¿es obligatorio también en otros países un B1 de español?

Por otra parte, ahora que políticamente estamos recogiendo los frutos de una transición que como decía el filósofo asturiano recientemente fallecido, Gustavo Bueno: no fue tal, sino una metamorfosis del antiguo régimen franquista, quizá vivamos en un nuevo tiempo político, un momento para mirarnos en nuestra  historia. Y qué mejor para ello que leer “A moment of Warm” de Laurie Lee.

Begoña Ramírez, Octubre 2016

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perrita cofradeSimón Y Cerveza

(Relato ganador del Primer Certámen Fac Quod Agis de relato de Segovia)

Dicen que los perros acaban pareciéndose a sus dueños, y no solo por un cierto aire familiar en su fisonomía, sino en los propios humores que conforman parte de su ser y hasta en los vicios cotidianos compartidos con sus amos. Sin embargo, Cerveza, una perrita callejera con tantas leches en su sangre como nobleza en su comportamiento, es un can diametralmente distinto a su dueño.

Simón, su amo, que la recogió siendo un cachorro, ahorrándole un ahogamiento seguro, y le puso de nombre Cerveza por su pelaje rubio, parece un tipo frío y descreído. Su tema recurrente siempre fue contar sus batallitas del frente, afirmando que había sufrido los peores desafíos durante la guerra civil y las más infames humillaciones durante la eterna posguerra.

En pleno fragor del conflicto, con su naranjero como compañero inseparable, había disparado en incursiones campo a través y bajo las trincheras hasta achicharrarse las uñas, quemando toda la munición que caía en sus manos, aquella que llamaban mexicosky, por no saber a ciencia cierta su procedencia (si de México o de los rusos). Por lo que disparaba contra los uniformes fascistas y los mercenarios marroquíes, con la mecanicidad propia de un joven asustado que pronto la guerra hizo temerario pero nunca despiadado.

Cuando perdieron la última batalla, y con ella la guerra, quedó prisionero y estuvo tres años en un campo de concentración comiendo raíces, hormigas y lagartijas. La comida que algunos familiares entregaban a los guardias para los presos, era quemada en acto público en el patio, haciéndoles cantar el Cara al sol mientras sus tripas se retorcían en el vientre con un dolor ciego de hambre y de humillación. Pero como el destino no quiso que muriera en aquel pincharral valenciano de Turia, se lo llevaron con otros que como él aún guardaban resuello, a la sierra de Madrid, a un valle que el dictador quería horadar en la roca, para hacerse una sepultura a imagen de su hinchada vanidad. También sobrevivió de aquel túmulo donde cayeron otros con menos salud o con las ilusiones de vivir sumidas ya bajo el fango.

Regresó al fin a su pueblo de la costa de Granada. Conoció a una mozuela que le dio a probar un arroz casi pasado, pero muy cremoso y con choco, como a él le gustaba. Como la moza tenía un cortijillo de secano pero con un antiguo pozo de agua, allí ventilaba sus malos humores, allí se olvidaba de la mezquindad hiriendo a la tierra negra y fértil, con cuyo fruto vivió mal que bien hasta que el desarrollo llenó el pueblo de grúas, trocó al campesino en albañil y recibió con picardía y hospitalidad a los incipientes turistas.

Cayendo a la basura el vigésimo sexto almanaque tras su regreso, la pelona visitó de repente su casa y en algo más de tres meses se quedó viudo. Pronto los hijos hicieron su vida y él se arregló como pudo en el cortijo, desde donde oía por el transistor, más descreído que ilusionado, los últimos estertores del régimen.

En los primeros años de reinado del Borbón, tenía una barca varada en la playa, junto al chiringuito del hijo de su compadre, donde hacía espetos de sardinas, a seis por caña, baratos y nutritivos. Clavada en la arena de su barca espetera, Simón tenía puesto un mástil de hierro con una bandera franquista bocabajo. Dado que es por así decir el dueño de aquel rodal de playa, y ya la insignia no es más que un trapo, nadie le dice nada por el chiste, ni siquiera alguno de esos fachas (como él los llama) que obtuvieron el pisitos frente a la playa y que, cada mañana de julio, lucen bigote y bermudas cara al sol con la sombrilla a cuestas.

–Los que plantaron en España a ésta –decía señalando la bandera–, me tuvieron mascando polvo más de cinco años; pero no pudieron conmigo. Pues ahora me toca a mí, hasta que me muera así la tendré, pichabajo, arrestá.

La perrita Cerveza, colocada a la sombra del gran eucalipto, solo movía el rabo cuando pasaba junto a ella alguna guiri risueña y colorada, que le sobaba el lomo y el hocico. Porque los pleitos mentales de su amo parecían darle lo mismo.

Pero volvamos al principio. Era en Semana Santa cuando las diferencias entre can y amo se hacían más latentes. Nada más oír los tambores y cornetas, Cerveza daba un pingo, agitaba el rabo a toda prisa, saltaba la verja de la casilla del barrio del Castillo adonde ahora vivía con su amo y salía para la iglesia al encuentro de la procesión. Entonces Cerveza se colocaba a la cabeza, delante del pendón, y alzaba las patitas de delante, las cuales de vez en cuando abría en cruz ante la admiración de todos. Tanta devoción despertaba la perrita que el hermano mayor al que apodan el Abejorro, la hizo hermana cofrade, mandándole a la modista que le confeccionara una pequeña túnica del mismo color morado de los penitentes, con la que marchaba desfile tras desfile, un santo tras otro durante todo el itinerario, hasta que al fin se encerraban en la iglesia a altas horas de la madrugada.

–Ya va otra vez para allá dándose las patadas en el culo, el borrego la legión –le decía Simón a su perra.

Sin embargo, por los imperativos morales de aquella libertad por la que luchó, la dejaba ir y actuar libremente en tal pantomima. Y siempre actuaba en el mismo puesto, delante de todos: del estandarte y los obispillos de cabeza; de la retahíla de músicos, mantillas y capirotes; de las autoridades militares y civiles; y de los santos. Sólo a veces el tonto del pueblo le tomaba la cabecera agitando alegre su pañuelo blanco.

Cuando regresaba la perra cofrade, Simón, que la había esperado despierto oyendo la radio, le quitaba la túnica morada, le ponía de beber y de comer y le decía con sarcasmo:

–Cuando aprendas a ladrar saetas ese meapilas del Abejorro te hace hermana mayor.

Cerveza gimoteaba entonces mostrando su cansancio; se enroscaba junto a la puerta, en su vieja manta, y cerraba sus ojos de arcilla para dormir placidamente.

En las escenas del sueño que venían pronto a su mente, cuando se apagaban unas luces para encenderse otras, Cerveza se veía de nuevo en la procesión. Pero ahora sentía la presencia de su amo junto a ella, y todo el pueblo los seguía en un clamor emocionado, y los acompañaban con músicas vibrantes que tomaban extrañas formas, e incluso algunos les cantaban canciones sentidas muy hondo. Y todos probaban luego las sardinas doradas que habían salido de la barca de su amo, aquella que tenía la bandera del águila bocabajo.

Y en ese idílico momento Cerveza no parecía tan distinta de su amo, a pasar de que en la otra vida, esa que se alterna con el sueño, jamás hubiera olido en su ánimo, ni en sus botas, las ganas de asistir con ella a una de sus procesiones.

Francisco Javier Martín Franco (2014) –  Franjamares, mayo de 2016

 

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Triana-Una_Historia-FrontalAbril de 1976 (hace 40 años, casi ná), suenan por las calles las canciones del segundo álbum de Triana, “Hijos del agobio” (y del dolor). El primer disco, “El patio” ardía ya bajo las agujas de los tocadiscos de la época. Nunca un grupo andaluz había tocado y cantado con su propio acento, sus compases y sus raíces (quizá el Smash de Manuel Molina) y, además, amalgamándolo todo con los mejores sonidos de las vanguardias del rock progresivo del momento (Pink Floyd, King Kirmson…). El Rock andaluz, cuajado de flamenco, había venido para quedarse y para ir modulándose con otros ritmos, unos más heavys otros más caribeños, hasta llegar a nuestros días. Aquellos muchachos de Triana hicieron historia y dejaron para la herencia cultural de los españoles un puñado de esas canciones que por su maestría, nunca mueren.

Hace cuarenta años de aquel Hijos del agobio y hoy resulta que en nuestra tierra ese agobio no deja de aparecer de nuevo por los rincones.

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Y durante aquel 14 de abril de 1931, le dijo el almirante Aznar (Presidente del Consejo de Ministros con Alfonso XII) al conde de Romanones (Ministro de Estado) para que lo escucharan además los restantes ministros de su gabinete, y Madrid entera; pues la frase corrió como la pólvora:

“¿Les parece a ustedes poco lo que ha ocurrido, que España que se había acostado monárquica se levantó republicana?”proclamacion-segunda-republica

Almuñecar hoy también se ha levantado un poco republicana.Foto0287

 

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Una pastelería en Tokio (o la poética cinematográfica de un dorayaki)


PasteleriaC1Titulo Original: An

Dirección: Naomi Kawase

Guión:Naomi Kawase (Novela: Durian Sukegawa)

País: Japón

Año: 2015

Duración: 113 min.

Género: Drama | Cocina. Enfermedad

Interpretación: Masatoshi Nagase, Kirin Kiki, Miyoko Asada, Etsuko Ichihara, Miki Mizuno, Kyara Uchida

Fotografía: Shigeki Akiyama

Sigue siendo necesaria, en mi opinión, esa labor que se supone desarrollan los cine clubs, y que no es otra que la de ofrecernos ese cine que por sus características y peculiaridades queda fuera de los circuitos comerciales. Sin negar su capacidad de actividad comercial y convencidos ya por la gran industria del cine de que éste es en efecto una industria, el cine club apela al llamado séptimo arte y lo reivindica como tal.

“Una pastelería en Tokio” es una de esas películas que efectivamente se pueden visionar en un cine club, pero que difícilmente aguantarían la presión de una cartelera comercial. Su ritmo, sumamente poético, nos evoca ese latir invisible de los actos más cotidianos. El argumento y sus personajes son sencillos y nos envuelven en una realidad debajo de la cual late la propia vida. No vamos a encontrar grandes persecuciones ni grandes despliegues de medios técnicos, ni tan siquiera el juego argumental ñoño pero convenientemente aderezado. Los personajes son simples, pero es esa simpleza la que tiene el poder de trasladarnos a lo esencial. La vida, la muerte, la supervivencia, el engaño, la libertad, el deseo de que quede algo de nosotros cuando ya no estemos, el deber de legar, de compartir conocimientos, el lenguaje mudo de la naturaleza, la vuelta a nuestro propio biorritmo, escuchar el sonido de las hojas movidas por el aire…

Esta película supone un acercamiento interesante a la cultura japonesa, con su dosis de milenarismo. Pero sin la extravagancia postmoderna de los argumentos de autores llevados al cine como Murakami. Y más cerca de la literatura tradicional de autores como Natsume Sóseki.

Un buen ejercicio de cine en su estado más puro, donde la fotografía está al total servicio del juego argumental y se convierte casi en un personaje más de la película.

El reto, no dejarse llevar por los propios pensamientos mientras la visionamos. Confieso que me pasó y que descubrí cosas interesantes. Incluso llegué a preguntarme si no sería una estrategia del propio director, ese trabajo de introspección.

Begoña Ramírez, abril, 2016

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Imágenes; Ballet flamanco de Andalucía.


imagenesbflamencoandaluciaLa historia del flamenco en imágenes, baile flamenco puro y ballet aflamencado, compás y movimiento de maestría y belleza. Los faroles de la sierra, la luna cortada por la nube del perro andaluz,  las maletas de cartón como tarimas del baile, en una estación de trenes cualquiera. Diez balaores y balaoras, dos guitarristas, dos cantaores… acabando todos por bulerías. Hora y media de magia y sentío. Pudimos disfrutarlo en el Teatro de la Casa de la Cultura de Almuñécar (8 de abril de 2016). Gracias.

Próxima actuación Huelva, 23 de abril.http://www.juntadeandalucia.es/cultura/bfa/huelva-imagenes-20-anos-de-ballet-flamenco-de-andalucia-23-de-abril-de-2014/

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