Simón y Cerveza


perrita cofradeSimón Y Cerveza

(Relato ganador del Primer Certámen Fac Quod Agis de relato de Segovia)

Dicen que los perros acaban pareciéndose a sus dueños, y no solo por un cierto aire familiar en su fisonomía, sino en los propios humores que conforman parte de su ser y hasta en los vicios cotidianos compartidos con sus amos. Sin embargo, Cerveza, una perrita callejera con tantas leches en su sangre como nobleza en su comportamiento, es un can diametralmente distinto a su dueño.

Simón, su amo, que la recogió siendo un cachorro, ahorrándole un ahogamiento seguro, y le puso de nombre Cerveza por su pelaje rubio, parece un tipo frío y descreído. Su tema recurrente siempre fue contar sus batallitas del frente, afirmando que había sufrido los peores desafíos durante la guerra civil y las más infames humillaciones durante la eterna posguerra.

En pleno fragor del conflicto, con su naranjero como compañero inseparable, había disparado en incursiones campo a través y bajo las trincheras hasta achicharrarse las uñas, quemando toda la munición que caía en sus manos, aquella que llamaban mexicosky, por no saber a ciencia cierta su procedencia (si de México o de los rusos). Por lo que disparaba contra los uniformes fascistas y los mercenarios marroquíes, con la mecanicidad propia de un joven asustado que pronto la guerra hizo temerario pero nunca despiadado.

Cuando perdieron la última batalla, y con ella la guerra, quedó prisionero y estuvo tres años en un campo de concentración comiendo raíces, hormigas y lagartijas. La comida que algunos familiares entregaban a los guardias para los presos, era quemada en acto público en el patio, haciéndoles cantar el Cara al sol mientras sus tripas se retorcían en el vientre con un dolor ciego de hambre y de humillación. Pero como el destino no quiso que muriera en aquel pincharral valenciano de Turia, se lo llevaron con otros que como él aún guardaban resuello, a la sierra de Madrid, a un valle que el dictador quería horadar en la roca, para hacerse una sepultura a imagen de su hinchada vanidad. También sobrevivió de aquel túmulo donde cayeron otros con menos salud o con las ilusiones de vivir sumidas ya bajo el fango.

Regresó al fin a su pueblo de la costa de Granada. Conoció a una mozuela que le dio a probar un arroz casi pasado, pero muy cremoso y con choco, como a él le gustaba. Como la moza tenía un cortijillo de secano pero con un antiguo pozo de agua, allí ventilaba sus malos humores, allí se olvidaba de la mezquindad hiriendo a la tierra negra y fértil, con cuyo fruto vivió mal que bien hasta que el desarrollo llenó el pueblo de grúas, trocó al campesino en albañil y recibió con picardía y hospitalidad a los incipientes turistas.

Cayendo a la basura el vigésimo sexto almanaque tras su regreso, la pelona visitó de repente su casa y en algo más de tres meses se quedó viudo. Pronto los hijos hicieron su vida y él se arregló como pudo en el cortijo, desde donde oía por el transistor, más descreído que ilusionado, los últimos estertores del régimen.

En los primeros años de reinado del Borbón, tenía una barca varada en la playa, junto al chiringuito del hijo de su compadre, donde hacía espetos de sardinas, a seis por caña, baratos y nutritivos. Clavada en la arena de su barca espetera, Simón tenía puesto un mástil de hierro con una bandera franquista bocabajo. Dado que es por así decir el dueño de aquel rodal de playa, y ya la insignia no es más que un trapo, nadie le dice nada por el chiste, ni siquiera alguno de esos fachas (como él los llama) que obtuvieron el pisitos frente a la playa y que, cada mañana de julio, lucen bigote y bermudas cara al sol con la sombrilla a cuestas.

–Los que plantaron en España a ésta –decía señalando la bandera–, me tuvieron mascando polvo más de cinco años; pero no pudieron conmigo. Pues ahora me toca a mí, hasta que me muera así la tendré, pichabajo, arrestá.

La perrita Cerveza, colocada a la sombra del gran eucalipto, solo movía el rabo cuando pasaba junto a ella alguna guiri risueña y colorada, que le sobaba el lomo y el hocico. Porque los pleitos mentales de su amo parecían darle lo mismo.

Pero volvamos al principio. Era en Semana Santa cuando las diferencias entre can y amo se hacían más latentes. Nada más oír los tambores y cornetas, Cerveza daba un pingo, agitaba el rabo a toda prisa, saltaba la verja de la casilla del barrio del Castillo adonde ahora vivía con su amo y salía para la iglesia al encuentro de la procesión. Entonces Cerveza se colocaba a la cabeza, delante del pendón, y alzaba las patitas de delante, las cuales de vez en cuando abría en cruz ante la admiración de todos. Tanta devoción despertaba la perrita que el hermano mayor al que apodan el Abejorro, la hizo hermana cofrade, mandándole a la modista que le confeccionara una pequeña túnica del mismo color morado de los penitentes, con la que marchaba desfile tras desfile, un santo tras otro durante todo el itinerario, hasta que al fin se encerraban en la iglesia a altas horas de la madrugada.

–Ya va otra vez para allá dándose las patadas en el culo, el borrego la legión –le decía Simón a su perra.

Sin embargo, por los imperativos morales de aquella libertad por la que luchó, la dejaba ir y actuar libremente en tal pantomima. Y siempre actuaba en el mismo puesto, delante de todos: del estandarte y los obispillos de cabeza; de la retahíla de músicos, mantillas y capirotes; de las autoridades militares y civiles; y de los santos. Sólo a veces el tonto del pueblo le tomaba la cabecera agitando alegre su pañuelo blanco.

Cuando regresaba la perra cofrade, Simón, que la había esperado despierto oyendo la radio, le quitaba la túnica morada, le ponía de beber y de comer y le decía con sarcasmo:

–Cuando aprendas a ladrar saetas ese meapilas del Abejorro te hace hermana mayor.

Cerveza gimoteaba entonces mostrando su cansancio; se enroscaba junto a la puerta, en su vieja manta, y cerraba sus ojos de arcilla para dormir placidamente.

En las escenas del sueño que venían pronto a su mente, cuando se apagaban unas luces para encenderse otras, Cerveza se veía de nuevo en la procesión. Pero ahora sentía la presencia de su amo junto a ella, y todo el pueblo los seguía en un clamor emocionado, y los acompañaban con músicas vibrantes que tomaban extrañas formas, e incluso algunos les cantaban canciones sentidas muy hondo. Y todos probaban luego las sardinas doradas que habían salido de la barca de su amo, aquella que tenía la bandera del águila bocabajo.

Y en ese idílico momento Cerveza no parecía tan distinta de su amo, a pasar de que en la otra vida, esa que se alterna con el sueño, jamás hubiera olido en su ánimo, ni en sus botas, las ganas de asistir con ella a una de sus procesiones.

Francisco Javier Martín Franco (2014) –  Franjamares, mayo de 2016

 

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